La fuente santa de Pereña

Fuente: Salamanca24horas.com

Cuenta la leyenda que un pastor se dirigía en dirección hacia el río Duero con su rebaño. El astro rey gobernaba con solemnidad un despejado cielo. El calor arreciaba aún en un asfixiante otoño. La mañana  se hizo eterna para el joven zagal, que esa jornada optó por dirigirse hacia el norte, junto a la ermita de la Virgen del Castillo. El rebaño avanzaba célere, lo que obligó a acelerar el paso al pastor, cuyos ojos comenzaban a ser bañados por una salada cascada. El pañuelo ya estaba empapado de sudor y apenas había llegado el mediodía.


Al alcanzar la cima, el rehalero decidió parar un instante para descansar. Los animales habían parado para comer, lo que propició un respiro en el incesante trotar. Pero el sol había alcanzado ya su culmen y apenas generaba sombra alguna. Sin siquiera entre la vegetación que rodeaba la ermita. Apoyado junto a la base de un árbol, apartó el zurrón en busca del odre de agua, pues no era amigo del vino. Entornó la cabeza, dispuso el brazo para inclinar el pellejo, pero no manó líquido alguno. El pastor repitió la operación una y otra vez, con infausto resultado. ¿Qué ocurría? Estaba seguro de que había llenado el recipiente de agua fresca antes de partir de Pereña. De repente, reparó en la parte inferior, donde un ínfimo agujero era el causante de sus males. El agua se había escurrido durante el camino y ahora el odre se encontraba vacío.

Maldiciendo su mala fortuna, el zagal buscó algún abrevadero para los animales. Estaba dispuesto a arrojarse de cabeza aunque estuviera repleto de excrementos. Tal era la sed que le corroía las entrañas. Pero nada. Ni rastro de gota de agua. Corrió hacia el desfiladero del río, pero el agua se encontraba a demasiados metros de la escarpada ribera. Sólo un loco hubiera sido capaz de lanzarse ladera abajo. El pánico se apoderó del rehalero, que ya ni siquiera estaba pendiente de su rebaño. Los animales habían pasado a un segundo plano. Ahora la prioridad era beber agua. No importaba cómo. No importaba cuándo. Sólo pensaba en saciar una abrasadora sed.

Buscó y buscó, pero nada halló. Hasta intentó alcanzar con su lengua las lágrimas que brotaban de unos enrojecidos ojos. Derrotado por el cansancio y azotado por el pánico, el pastor se derrumbó sobre la tierra, implorando el favor de los cielos. Entonces una voz le susurró, pausada: “Posa tu bastón sobre la peña y calmarás tu sed”. El zagal se sobresaltó. Al alzar la vista, vislumbró una figura femenina doblando la esquina de la ermita. ¿Era la Virgen? Estaba seguro de ello. ¿O no? Por un instante dudó si todo era producto de su imaginación, pero no tenía nada que perder. Se acercó hasta la peña más cercana e hizo aquello que la misteriosa voz le indicó. Al momento comenzó a manar agua a borbotones. No podía creerlo, el líquido elemento fluía por la ladera, acumulándose en un remanso.

El pastor abandonó el bastón y corrió raudo hacia el manantial, saciando su sed hasta que quedó extasiado. Los animales hicieron lo propio. Y el agua continúa brotando de la peña. Así ha continuado desde entonces en uno de los lugares más bellos de las Arribes del Duero, con unas vistas capaces de hacer perder la noción del tiempo al ser humano. Desde entonces los lugareños conocen al lugar como la fuente santa.

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