El convento de las Madres Agustinas de San Felices de los Gallegos alberga un nacimiento cada año más grande

Fuente: La Gaceta de Salamanca

Son monjas de clausura pero su Belén es toda una representación de la vida al aire libre. Pastores que apacentan su ganado entre regatos que no dejan de correr, labradores que se ganan la jera arando con un par de mulos, una familia de patos que sin cesar picotean en el riachuelo y el Niño recién nacido que se guarda del frío en un rinconcito justo al lado del altar. Este Belén de las monjas de San Felices de los Gallegos es un retazo de lo que era la vida en Judea durante aquellos tiempos en que los siglos no habían empezado a contar.

Serán quince metros cuadrados los que mida el nacimiento, cada año más grande, más delicado. En la misma iglesia donde todos los días las Madres Agustinas rezan el rosario, se extiende de una punta a otra de los bancos de oración como un jardín prometido en esta tierra. Aquí el verde no es un adorno. Las diminutas simientes de trigo crecerán mientras afluya el agua, lo mismo que esos tallos de lentejas. Los molinos funcionan y casi se diría que se huele el pan acabado de cocer en la tahona o las pastas que las monjas siguen preparando en su cocina.

Los detalles son inagotables. Las ropas de las figuras, bordadas a mano por las monjas, lucen extendidas en uno de los lavaderos. El templo de los romanos aparece amenazador en lo alto de un monte. Detrás, un lienzo donde las Madres han pintado los colores de un cielo de Israel por donde corrían las estrellas.

La iluminación está cuidada con esmero. Ningún punto de luz debe ser más intenso que el del pesebre. Es el origen. Allí está el Niño Jesús vigilado por la mula y el buey, que han dejado a sus crías a las puertas del corral.

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